EL ESPEJO ENMARCADO
(PBR)
La llovizna le transfiere la desagradable humedad desde que ella deja el cementerio. Lidia, que lleva también la cara mojada por las lágrimas, camina. Deambula por largo rato trasponiendo calles desconocidas. De repente, por cuestión de instinto se cobija bajo el alero de una casa de antigüedades. En un breve tiempo una extraña fuerza la invade instigándola a ingresar a aquel negocio. Otra distinta sensación de angustia le abraza interiormente, que pareciera defenderla del ingreso. La confusión la hace pensar. Una fuerza la atrae hacia el interior y otra la mantiene de pie frente al escaparate. La sensación de retirarse era la más clara, pero las fuerzas opuestas gravitan mayoritariamente. Las complacencias atravesadas y enhebradas por el curioso horizonte, le tienen contaminada con la perplejidad e incertidumbre.
La decisión de ingresar gana. Después que la campanilla de la puerta deja de sonar, el silencio vuelve. El aroma interior llega a su olfato con resabio a moho y a gato desaseado. La casi oscuridad permite distinguir algunos objetos de muestra. Son muchos, entre el silencio y el hedor de la sala.
Por fin, cuando sus ojos ya acostumbrados a la penumbra se capacitan, una voz ilegible pregunta algo. La mujer responde que sólo está observando las obras. El hombre tose escudado en la penumbra, al final del recinto. Ella sigue circulando lento entre bártulos y muebles, en una búsqueda incesante de misterio, hasta rebasar un curioso espejo que refleja su figura adulta. Ante la sensación infrecuente, se devuelve y se enfrenta al espejo. De pie frente a él siente una repentina y suave brisa fría en el cuello. Es tan débil que no apagaría ni una vela, pero la mujer la siente. Levanta el brazo y toca el frío metal del marco del espejo, el que le parece traspasar extrañas sensaciones a sus dedos. Algo allí proporciona vestigios de recuerdos alborotados que ella antes no había percibido.
Ahora el aire en su cuello sube de presión y lo siente con más fuerza. Gira y se encuentra con un hombre alto, delgado como un estilete y de macizo bigote.
-Uf… me asustó- exclama tensa, retrocediendo un paso.
-Disculpe. Sólo quiero saber en que le puedo servir.
El atendedor estaba detenido a pocos centímetros de Lidia.
-Miro… sin buscar nada –responde, aún yerta.
-¿Algo le interesa, que pueda yo mostrar?
-No. Pero me pareció extraño este espejo.
-Es algo muy especial. El enmarcado tiene más de tres siglos y fue sacado de Bulkurania.
-¿Dónde queda eso?
-Bulkurania fue una isla cercana a la costa de Latvia, al sur de Letonia. Pero ya no existe… hace unos ciento ochenta años fue tragada por el mar y desapareció. Nadie quedó vivo, solamente los que se encontraban fuera de la isla en territorio continental y si es que soportaron el movimiento sísmico. Luego las familias se disgregaron.
-Que lamentable… es toda una historia –concluye ella.
-Sí… algunos de mis ancestros paternos desaparecieron en esa hecatombe. Esto que usted ve aquí es una de las pocas reliquias que se salvó, pues unos parientes lo habían regalado a un yugoslavo.
-¿Y cómo llegó a sus manos?
-Es una larga historia, señorita, data desde los imperios duéndicos.
-Me parece altamente curiosa esta situación. Me refiero a que yo esté de pie frente a esta obra de arte –dice y señala el espejo, haciendo una figura en torno al enmarcado.
El hombre realiza una señal afirmativa con la cabeza, agregando un leve movimiento que fue lentamente deteniéndose.
-Hace años vino un italiano y quedó tan sorprendido como usted por la moldura de este espejo –comentó.
-¿Habrá sentido lo que he sentido yo, una suerte de energía extraña que me trasmite esta cosa? –consultó.
-No lo sé. Estuvo sólo un rato y nada comentó. Lo dejé por un momento y cuando volví no estaba. Salí a la calle a verlo y no había rastros de él.
-No me asuste. ¿Y volvió alguna vez?
-Jamás.
-Usted me sigue asustando.
-Sólo le cuento la verdad, no sé que demonios pudo pasar –afirma el hombre.
La mujer vuelve a mirar el metal que rodeaba el espejo. Es de un plomizo brillante y liso. Levanta la mano y lo toca nuevamente, deslizando un dedo. La temperatura es distinta; ahora es tibia y agradable.
Repentinamente una barata sube por el cristal brillante del espejo y se introduce por la apretada juntura del marco metálico.
-¿Vio usted eso? –exclama ella, en voz alta.
-¿A qué se refiere?
-¡A la barata inmunda esa! No es una ilusión.
-Muéstreme donde –exige, el hombre.
La mujer señala con el dedo el lugar.
-Aquí –afirma con vehemencia.
-No puede ser, por ahí no cabe nada. Paso horas limpiando la moldura, por el polvo acumulado entre el marco y el espejo y no cabe ni una uña.
-Mire… por aquí –asevera la joven y pone nuevamente el índice.
Primero, desaparece el dedo y la mano. Luego, como un papel delgado y fino, el resto. El hombre se queda solo frente al espejo enmarcado. Una convulsión le endurece el cuerpo, suspira y da media vuelta.
-Eso le pasó al italiano. Es el mar de Bulkurania, que sigue reclamando –murmura.
Insc. Nº109.436
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