Estoy consciente que no he escrito ni una palabra en mi blog, desde hace meses. No es porque no quiera, es porque he estado ocupado, investigando, leyendo y escribiendo mi última novela. Tal vez nadie quiera publicarla, pero es mi deber intentar que alguna editorial se interese. Si bien es cierto, es fuerte y también entretenida, dará que pensar. Ya está inscrita en el Derecho Intelectual del edificio de la calle Lira de Santiago de Chile, donde llegan todos los que crean alguna obra.Creo que les dará pica a Dan Brown, a James BeauSeigneur y hasta a Matilde Asensi. Veamos de quién es la mejor ficción.
Les anticiparé la “Introducción” de la novela “Detrás del Altar y la Cruz”. El nombre no está definido aún.
INTRODUCCIÓN
Jerusalén, hace siglos atrás.Desde que amaneció ese viernes de abril, hace cerca de unos 1970 años, Jabad, como le decían, o A l – B a ` i t h, su verdadero nombre, que significa algo así como “el que hace revivir todo”, estuvo atento a los acontecimientos que estaban sucediendo desde el día anterior. Ese fue el más funesto de los días de Jesús, que fue capturado y detenido por orden superior. A l – B a ` i t h, un verdadero testigo de los sucesos, siguió en todo momento desde muy cerca, paso a paso, tras la ruta del maltratado Jesús. Observó sus caídas soportando el peso de la crux immissa; escuchó sus quejidos de dolor y vio la sangre que bañaba su cuerpo escurriendo por espalda y piernas. Los latigazos de la mañana habían dejado su marca.La repentina idea y el inmediato accionar que concibió el joven en el preciso momento en que Jesús pasaba frente a él, signa en parte el sello de este escrito. En ese sitio, A l – B a ` i t h, rápidamente, se despojó del ligero atavío blanco que cubría su cabeza y con él limpió el rostro, los hombros y espalda ensangrentadas del sindicado Rey de los Judíos. Caminó un buen trecho junto al desdichado Jesús, ayudándole, mientras los guardias romanos le maldecían y hacían intentos de golpearlo por realizar tal faena. Luego de un largo trecho se separó de Jesús. Instintivamente guardó esa tela bajo sus ropajes y se adelantó marchando rápido hasta el lugar donde ocurriría la crucifixión.Más tarde, A l – B a ` i t h, parapetado entre un grupo de rocas en el sitio de la crucifixión, fue testigo de la furia e indolencia de los soldados romanos contra Jesucristo. Coincidente con ese día que era su cumpleaños número 17, el muchacho no deseaba nada especial de regalo, pero sentía la sensación de que estaba recibiendo algo excepcional al presenciar la subida de los tres condenados hacia el calvario. Observó alerto cada detalle. Además, los sentimientos hacia los cristianos y por el mismo Cristo, que ya estaba siendo crucificado a sólo metros de él, le importaron nada en ese instante. Menos le importaron los gemidos suaves y claros que salían del pecho de Jesús. La sangre salpicó los brazos de los verdugos al dar no menos de 36 martillazos que hundieron el largo y grueso clavo sobre el pie izquierdo encima del derecho. La filuda punta atravesó los primeros espacios ínter metatarsianos del pié y en el extremo distal de la articulación tarsometatarsal, que se afirmaban en un “suppedaneum”, pequeña superficie en que Cristo podía posar ambos pies, también fue atravesada. La sangre del crucificado corría con lentitud por la ley de gravedad, desde la cabeza a los pies y allí convergía, en el madero, al tiempo que su respiración cada vez era más pobre, lenta y difícil.A l – B a ` i t h no se dio el tiempo de pensar, ni por un segundo, lo que sufría ese hombre junto a los otros dos, clavados en las cruces.Pasaron varias horas mientras el muchacho era testigo del acontecimiento. Luego de las tres de la tarde hubo un curioso eclipse de sol y Jesús, como si coincidiera con el hecho, dio un grito con fuerza, luego unas palabras y su cabeza descansó lentamente sobre el pecho. Tiempo después clavaron una larga lanza verificadora en su costado y saltó agua. Cuando lo bajaron de la cruz, ya estaba muerto. A los otros dos les quebraron las piernas a golpes de arma, en medio de los gritos de dolor.El llamado Jabad, el muchacho testigo, de perlada frente por la tensión de los hechos, siguió parapetado entre las rocas por largo tiempo. Al atardecer las cruces estaban vacías y los cuerpos entregados a sus deudos. Repentinamente, sin aviso, la punta de una lanza le aguijoneó su costado izquierdo. A l–B a ` i t h brincó asustado y se puso de pie de inmediato.-¡Oye! Tú y aquellos que están allá, tomen estas herramientas y entierren por algún lugar esas tres cruces, una encima de la otra –gritó un macizo romano con una amenazadora lanza.Tres hombres se pusieron a desenterrar los maderos de la base donde estaban estacadas y a la vez, dos a cavar un profundo hoyo distante unos 20 metros hacia abajo del monte. Cuando las cruces estuvieron fuera de sus bases, fue entonces cuando A l – B a ` i t h pidió quedarse con un trozo de una de las cruces.-Haz lo que quieras, pero entierren luego esas roñas –intimó con fuerza el soldado, en voz alta.Con algo de ingenio, las herramientas y ayudado por uno de los hombres, logró obtener justo el trozo donde habían descansado los pies de Jesús. No medía más de 35 centímetros de largo. Lo envolvió en un pañuelo, lo dejó bajo una piedra y siguió con su labor. Desechó el “RIP” o título de condena, que aparecía afirmado en el tope de la cruz de Cristo.En dos horas estaban las tres cruces enterradas profundamente, una encima de otra y sobre la superficie no había señales que se hubiera crucificado a alguien. Sólo tierra removida. Tampoco había testigos en el lugar. Los cinco hombres y los guardias bajaron desde el Monte del Calvario hacia la ciudad. Estaba oscuro y descendieron a tropezones. El joven Jabad pensó que había sido un cumpleaños diferente y se alegró al llevar el trozo de cruz bajo el brazo, mientras las heridas de las manos le hacían sangrar las palmas.Esa noche, al llegar a su casa, comenzó a escribir sus acciones en un libro de tapas negras, en su propio idioma, el arameo. Cada semana abría una página nueva en el libro de tapas negras, que fue su diario de anotaciones. De la misma forma, durante largo tiempo ocupó momentos especiales en fabricar un cofre de madera y hierro, con el fin de guardar el fragmento de cruz junto a la tela ensangrentada de su cubrecabeza y el libro negro donde escribía cada vez que podía.Mucho tiempo después, cuando dio fin a su labor de confeccionar el pequeño cofre, lo guardó para siempre con las cosas en su interior y lo enterró en un rincón de su casa.Pasados largos treinta años y A l – B a ` i t h, transformado desde hacía tiempo en un cristiano más, minutos antes de morir confesó que su mejor cumpleaños había sido la vez que lo obligaron a cumplir una misión sagrada, que fue enterrar las cruces donde Jesús y los dos bandidos habían sido crucificados. Aquellos que le rodeaban quisieron saber donde quedaba ese lugar, pero el último suspiro se los impidió. Debieron pasar varios siglos, para que se conociera el sitio exacto donde estaban las cruces.No fue si no hasta que Constantino el Grande, Primer Emperador romano que asumió el cristianismo como religión única en el Imperio, y su madre, Elena, cuyo nombre significa: "antorcha resplandeciente” –más tarde canonizada como Santa Elena- quienes, de alguna forma directa tuvieron que ver con la aparición de la cruz de Cristo. Habían pasado tres siglos de persecución de los católicos.Alrededor del año 326 d.C., Elena, con más de 70 años de edad, mientras se encontraba en Bizancio, que era la capital de oriente del Imperio Romano, decidió partir hacia Tierra Santa, empujada por una especial necesidad espiritual que tenía: ubicar la cruz de Cristo. La acompañó un séquito de leales hombres que comprendieron su exigencia, una vez más. A llegar a Tierra Santa, interrogó e investigó a judíos y cristianos sin dejar un momento de intentar cristalizar su llamado espiritual de encontrar lo que se había propuesto.Por fin y después de un año de búsqueda en distintos lugares, obtuvo lo que quería; el justo lugar donde podrían estar las cruces donde Jesús y los ladrones fueron ajusticiados. Luego de variados intentos, fallidos algunos, encontraron unos maderos que aún se mantenían en relativo buen estado, seguramente debido al sol y lo salino del área.Pero faltaba una suerte de autentificación de que aquellos maderos, para demostrar que los hallados eran los reales. Con esa finalidad, no encontraron mejor prueba que experimentar colocando a un hombre que había fallecido en la madrugada, sobre cada uno de los tres maderos. Estaba envuelto en una sábana y lo fueron depositando sobre cada resto de cruz. Al rato, al no obtener una respuesta convincente, lo sacaron y dejaron a un lado. Luego determinaron poner a una mujer moribunda que apenas caminaba, sobre la que podría ser la cruz de Cristo. La mujer, en forma increíble, mejoró repentinamente de su enfermedad y salió caminando sin ayuda. Casi de inmediato una tos repetitiva los hizo volverse hacia el hombre envuelto en la sábana blanca que intentaba ponerse de pie. Le ayudaron y el hombre que había estado muerto, con aspecto de total desconcierto, salió rápidamente como escapando en dirección a la ciudad. Con estas pruebas se dieron por satisfechos, confirmado que la cruz donde habían yacido las dos personas, era la que se llamaría en el futuro, Veracruz, Verdadera Cruz o Cruz de Cristo, que hoy –se dice- reposa junto a otras reliquias, en la Iglesia de Turín, Italia, incluyendo un Santo Sudario.Pero hay algo más. Durante las correrías intentando encontrar información para ubicar las cruces en las diferentes casas de la ciudad de Jerusalén, uno de los hombres de Elena encontró enterrado en un rincón de una casa semi destruida, un pequeño cofre de metal y madera. Estaba sellado con aros metálicos y soldados a punta de fuego, lo que impedía su apertura. Lo entregó en las manos de Elena, quien lo resguardó junto a sus joyas, sin interesarse en averiguar qué contenía. Ella, cumpliendo sus deseos, dispuso que los restos de la cruz de la crucifixión se seccionara en tres partes, quedando una en Jerusalén, otra en Constantinopla y el último trozo, junto al cofre sellado, se guardaron como reliquias en una basílica de Roma, que posteriormente llevaría el nombre de Santa Cruz de Jerusalén. Tiempo después de estas acciones, Elena falleció en los brazos de su hijo Constantino en el año 330 d.C.Allí permaneció todo, resguardado y cuidado con esmero, pero a fines del año 1538 se cometió un inaudito robo en el recinto eclesiástico y pese a toda la seguridad que existía en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, los ladrones se llevaron variedad de joyas, reliquias y adornos religiosos, entre ellos, el cofre de madera y metal, que luego aparecería en territorio español, sin saberse por qué medio y cómo llegó allí.
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