Sunday, November 05, 2006


Esta es la segunda parte de la “Introducción” de la novela a la que le falta determinar el nombre: o “Detrás del Altar y la Cruz” o “El Madero”.


Para ubicarse en el tiempo, se deberá leer primero la parte de la Introducción que está publicada más abajo. Este tramo va en segundo lugar.
Luego deberá esperar que se publique el libro para conocer desde el Primer capítulo.




Cuzco, Perú, 1540.


Poco se sabe de la juventud de Pedro de Valdivia. Tal vez se sabe más de su adultez y de los últimos años de vida que pasó en el actual territorio chileno. La historia señala que sí existe certeza que en las primeras semanas del año 1540, Valdivia toma la decisión de partir del Cuzco hacia el sur, con lo poco que contaba después de la conquista. La mayor parte de los dineros obtenidos se gastaron en sus primeros embates de preparación para el viaje. Le acompañaron unos cuantos españoles, casi una docena; otros creyeron que estaba mal del juicio y no se arriesgaron en esta nueva aventura. Se agregaron unos mil indios encargados de transportar la carga; en el camino se les unieron otros ocho españoles llegados con Almagro, entre ellos Juan Rodrigo Ayala de Rivera, de un pasado no muy docto, pero listo, audaz y codicioso.
Cuando partieron del Cuzco, llegaron hasta Tarapacá –como señala Leopoldo Castedo en su Resumen de la Historia de Chile de Encina- cruzando por el valle de Arequipa hasta alcanzar Tacna y esperaron allí algunos refuerzos prometidos, que se unieron con los que venían de Tarija. Tiempo después llegaron unos ochenta españoles más que se fusionaron a la tropa. El grupo ya era más potente, sobre todo cuando Francisco de Villagra tuvo la decisión de convencer a varios más para que se agregaran al conjunto. Llegaron a ser 110 los españoles en total.
Juan Rodrigo Ayala de Rivera, hizo una férrea amistad con cuatro de los indios que asistían y trasladaban las cargas para el viaje. Él les encargó un bulto personal de unos 4 kilos de peso, forrado en mantas y linos, de unos 45 centímetros de largo y 30 de ancho y por otro tanto de alto. Les señaló que tenían que dar hasta sus vidas por ese bulto y serían remunerados con lingotes de oro y la libertad cuando llegaran a su destino final. Los cuatro indios asintieron y prometieron cuidar el gran envoltorio hasta con sus vidas. Nadie más, ni Pedro de Valdivia u otro integrante de la caravana, debían tener conocimiento de este encargo, que traído desde España por Ayala de Rivera, debía mantenerse incólumne, íntegro y a salvo. Hasta el momento ni él mismo conocía lo que resguardaba el cofre. Los extraños signos sobre la cubierta le impedía hacerlo, por miedo.
Cuando la dotación se supuso casi completa, integrados ya Juan Bohon, Pedro de Villagra, Juan Jufré, Jerónimo de Alderete y el capellán Rodrigo González de Marmolejo, todos, futuros pilares de las familias chilenas, partieron hacia su destino; el territorio del actual país llamado Chile.
Luego de 11 meses de dura travesía, disputas, rencillas y altercados, llegaron al valle de Copiapó, donde la resistencia de los indios se hizo clara y tenaz. Antes de llegar al valle del Mapocho, hubo varios intentos de asesinato a Valdivia, sin que lograran terminar con su vida.
Muy a pesar de Juan Rodrigo Ayala de Rivera y debido a las extensas caminatas, los fríos reinantes y otros factores adversos, fallecieron en el camino dos de los cuatro indios que mantenían el secreto del bulto.
Tiempo después de la fundación de Santiago el 12 de febrero de 1541, el único sobreviviente de los cuatro indios escogidos, llamado Mamachi, que aún ocultaba sensatamente el bulto secreto, junto con Ayala de Rivera y muchos más, se dirigieron al norte de Santiago, donde fundaron la ciudad de La Serena a fines de 1544, la que fue destruida por indígenas poco tiempo después de la fundación y luego vuelta a fundar el 26 de agosto de 1549.
Allí, en ese afán de restituir la ciudad de La Serena, falleció el español Juan Rodrigo Ayala de Rivera, aquejado de una extraña enfermedad, pero sin saber y deleitarse del contenido del cofre que había robado una vez desde una iglesia de Madrid. Se lo entregó definitivamente a Mamachi.
Semanas después, el indio Mamachi huyó hacia los contrafuertes cordilleranos que hoy son los de la localidad de Andacollo. En ese lugar lo recibió la familia Peraiguillo, quienes lo cuidaron y alimentaron. El indio Mamachi vivió allí por más de 25 años y ayudó en los trabajos mineros a la familia que le acogió.
En 1574, Mamachi falleció de viejo, pero poco antes de hacerlo, entregó el bulto a Mario Peraiguillo Péres a quien aleccionó acerca del extraño paquete, que no debía desenvolver y que siempre debiera ser cuidado hasta dar la vida por él. Así lo comprendió la familia Peraiguillo Péres y lo guardaron celosamente.
En 1608, cuando los nietos de Mario Peraiguillo Péres se fueron al sur del país, se llevaron el bulto, manteniendo increíblemente el compromiso de no abrir ni desenfundar dicho envoltorio. Se instalaron e hicieron familia en lo que hoy es la ciudad de Talca, que sería fundada en 1742. Corriendo el año 1620, los descendientes de Mario Peraiguillo Péres, para salvarse del embrollo de las ganas de abrir el cofre, enviaron a un empleado a enterrar el adminículo en los cerros más alejados del lugar y cercanos a la Cordillera de Los Andes. El hombre designado fue cargando dos burros y jamás volvió.
Después de casi 330 años, es decir a mediados de 1948, mientras realizaban excavaciones buscando agua dulce, varios trabajadores del fundo Los Copihues Blancos, encontraron un bulto enterrado a más de dos metros de profundidad. Estaba envuelto en cueros de burro, trapos y papel, con una leyenda escrita con sangre de algún animal, que rezaba: “No abrir jamás, de otra forma las maldiciones llegarán”.
Los hombres llevaron dicho envoltorio a manos de sus patrones, la familia de Gerardo Grancia Lopehegui, latifundista y dueño de dos fundos agrícolas de la zona, quien recibió el extraño paquete de manos de sus obreros. Grancia Lopehegui tenía dos hijos, Marcelo de 19 años e Ismael de sólo 17.
El latifundista Gerardo Grancia era un hombre de amplio criterio y gustaba de enseñar a sus hijos con responsabilidad. Decidió regalar dicho curioso embalaje a su hijo menor, Ismael, con la finalidad de que se fuera acostumbrando a mantener secretos y aplicar los mandatos familiares en cuanto a las responsabilidades. El joven Ismael Grancia lo aceptó prometiendo no abrirlo jamás, incluso en el tiempo en que ingresó al Seminario Mayor de San Lázaro, cerca de Talca, para ser sacerdote.
Sus padres siempre mantuvieron plena confianza en él y con ese predicamento y juicio se fueron de este mundo. Ya sacerdote, Ismael Grancia los lloró.

1 Comments:

At 5:04 PM, Anonymous Anonymous said...

Sr. Borlone, como siempre me sorprende con sus escritos, encuentro muy interesante el tema que tratará en su novela, se nota que ha realizado un estudio sobre los acontecimientos de época. En relación al título a mi parecer sería mas sugerente "Detrás del Altar y la Cruz", le otorga toda una dimensión al pensamiento humano.
Eli

 

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