CUENTO
LOS TRES GRANDES DESEOS (Inscripción 109.345)
El mes de agosto es el mes de los gatos y en la región aquella no había muchos, pero sí había proliferación de burradas. Los mulares, asnos y jamelgos reinaban desde hacía muchas generaciones en las tierras cercanas a las montañas, en cuyos picos blanqueaban aún, con pobre brillantes, las nieves eternas. A mediados de agosto, cosa rara en el pueblo de Caluraqui, alumbró el sol todo el día y algunas pequeñas flores silvestres asomaron a la ladera cercana a la casa de Leucotón Viñales, como queriendo afirmar que las últimas lluvias estaban prontas al fenecimiento.
-Bengucho -gritó con fuerza Leucotón, para ser escuchado por el peón que estaba en los gallineros.
-Diga, patrón.
-Ensíllame uno de los animales con algunos sacos y las dos bolsas para las compras.
-Altiro, patrón.
El campesino, con el armazón de sus huesos ya gastados por el tiempo, las arterias con sus paredes casi juntas y el caudal de vejez que se le venía encima, estaba sentado en uno de las banquetas del zaguán del modesto rancho. El aspecto de agobiada tristeza, retrataba fielmente su estado de ánimo. Con la vista pegada al suelo, esperando la preparación de la bestia, pensaba en la aflictiva situación a raíz de que nadie se interesaba en comprar burros y muy poca gente consumía la leche de las burras, lo que lo tenían casi en la miseria y en la total estrechez. Para colmo de colmos, Doralisa su mujer, había viajado a la ciudad vecina a ver a su madre enferma y tardaría cinco días más en volver. Se paró del asiento una vez que hubo atado los cordones de sus viejos bototos y se acercó a los palos que asomaban del cobertizo con techo de paja. Descolgó de uno de ellos un lazo de cuero retorcido y, con la práctica que sólo tiene la gente del campo, lo floreó y lo enrolló en un brazo, quedándole de quince vueltas. Le amarró un seguro de cuero de cabra, firme como riel y lo cargó en la mano hasta llegar al animal, que le esperaba ensillado.
-Bengucho -gritó nuevamente.
-Sí, patrón.
-Voy al pueblo de Los Puentes a comprar algunas semillas y algo para comer. Cuídame la rancha y los burros. Qué no se te vayan a escapar pa` los cerros como la otra vez.
-Ya, patroncito, no se preocupe -respondió el muchacho, con humildad.
Partió Leucotón montando el animal hacia el otro poblado, hacia el sur, que era un lugar más surtido y de mayor cantidad de habitantes. Iba a un medio trote, sentado en las ancas de la bestia y zarandeandose y oscilando como una coctelera en manos de un buen barman. Antes de perder de vista su casa, que se veía como un blanco punto a la distancia, detuvo la cabalgadura y se bajó para arreglar los sacos que le servían de montura. Montó y siguió su camino, esta vez sin trotar porque quería llegar entero al pueblo. Los vetustos árboles le guiaban, como tantas otras veces, hacia su destino. Al pasar la primera ladera de los cerros que enfrentaban su terreno, después del riachuelo que corría alegre y sonoro, observó una llamativa brillantez que le atrajo la atención, debido al fuerte sol que estaba pegando ese día. Estaba al lado de un peñasco grande en la suave falda del cerro. Detuvo su cabalgadura sin dejar de mirar el destello, amarró el cordel de la rienda en una piedra del suelo y comenzó, lentamente, a subir por la suave pendiente hasta llegar al objeto que brillaba como las ollas recién pulidas con arena. Tomó el objeto y lo examinó. No era más grande que su bototo. Le pasó la mano un par de veces, suavemente, para sacarle la tierra que tenía pegada y debió soltarlo de inmediato para no seguir quemándose. Se pasó las manos a la altura del pecho limpiándoselas, cuando en el mismo instante de su acción, desde el objeto tirado en el suelo, comenzó a salir un vapor blanquizco como el humo de la leña húmeda y subió por los aires, elevándose unos dos metros y transformándose en un extraño ser, imposible de definir para él. La rara figura, a Leucotón le causó un tremendo susto que casi le produce un ataque al corazón; de inmediato echó a correr ladera abajo, con la facilidad que dan las bajadas, hacia su cabalgadura que lo esperaba.
-Amo. No corráis -dijo una gruesa voz que provenía de la figura, que cada vez se solidificaba más y comenzaba a tener forma casi humana en el espacio libre- No tengáis miedo. Volved aquí, por favor- gritó.
Ante el tremendo vozarrón, Leucotón disminuyó la velocidad de su huida y miró hacia atrás esperando verse perseguido por la extraña figura. Se detuvo y se quedó ahí, paralogizado. La enorme forma se había convertido en una apariencia de rasgos arabescos o algo que él no podía comprender y estaba quieta y pegada al brillante artefacto en el suelo. Parecía una nube blanca, de las que nacen repentinamente en el cielo.
-Subid hasta acá, amo. Tú me habéis liberado de mi encierro de mil años y por eso debo otorgarte tres deseos, ahora mismo -dijo la figura que, desde el pecho hacia abajo, se diluía en una extraña mezcla vaporosa hasta el mismo borde del objeto.
El hombre, sin comprender mucho de lo que se trataba y, además, pareciéndole extraña su forma de hablar, comenzó a subir lentamente la ladera sin quitarle la vista de encima y lleno de desconfianza.
-¿Puedes repetirme lo que me pareció escuchar? -se atrevió a decir con mucho temor, Leucotón.
-Dije que os debía tres deseos en agradecimiento a la libertad que me habéis entregado, amo. Mientras no os otorgue esos tres deseos, seguiré dentro de esta lámpara por siglos -reveló el insólito ser.
-¿Y si yo no quiero ningún deseo? -planteó Leucotón, de puro miedo.
-Sería terrible para mí. Me quedaría otros mil años encerrado aquí. ¿Os gustaría estar encerrado en una lámpara como esta? -peguntó el genio, señalándola y un poco irritado e impaciente- ¿Por mil años?
-No, no, no - contestó Leucotón, levantando una mano- ¿Y qué tipo de deseos tendría que ser? -quiso saber él, un poco más interesado y agarrando confianza.
-Los que el amo desee -contestó, prometedor el extraño ser.
-¿Cualquier cosa, aunque sea la más rara?
-Efectivamente, amo -dijo, incentivándolo.
-Bueno... entonces... -expresó con más confianza, agarrando valentía- Debo pensar bien. Espera un momento.
-¿Qué es lo que más me falta? -se preguntó para sí- La salud -se respondió -¿Qué más?, Dinero para la tranquilidad. Y..., también me falta algo importante para la virilidad... Un buen trozo de herramienta cómo la de mi cabalgadura- Ya, esclavo mío. Estoy listo para decírtelos. -dijo, avanzando un poco más.
-¿Tenéis los tres deseos? -preguntó el genio.
-Sí, los tengo.
-Bien, los escucho. ¿Cuál es el primero? -requirió la figura.
-Bueno, el primer deseo es que quiero tener la pinta de un artista de cine y completamente sano -decidió como primer deseo.
-Bien, ahí tenéis -dijo el genio, dándole la apariencia de Robert de Niro, hasta con el lunar.
-Qué bien -dijo Leucotón, muy contento y mirandose con satisfacción las manos y el cuerpo- El segundo deseo es que quiero tener mucha plata aquí y en mi casa.
-Bien, ahí tenéis toda la plata que pueda caber en tus bolsillos y en los dos sacos que tenéis en el animal, más lo que está arriba de la cama en tu casa.
-Qué increíble es todo esto. Estoy feliz, y contento. -gritó alborozado, levantando los brazos y saltando como un niño.
-Y el último cuál es -preguntó el genio, esperando que terminara su alborozo.
-Bueno... el último es... que quiero tener el sexo de ése animal. Lo quiero igual que él -dijo indicando hacia abajo, donde estaba pastando su cabalgadura.
-Ya lo tenéis, amo, sólo os falta ir a probarlo -dijo la rara aparición.
-No siento nada por aquí -dijo tocándose el bajo vientre- Pero te agradezco todo lo que has hecho por mí, genio. Me siento sano, tengo bastante dinero y tengo un sexo envidiable. Se va a asustar la Doralisa cuando vuelva y me vea -dijo, largando una interminable carcajada y mirando hacia el lugar donde estaba el genio, y ya no lo encontró. Lo había liberado. Sólo se veía el cielo despejado, sin señal alguna.
Subió a la cabalgadura y siguió hasta que llegó al pueblo. Su alegría la demostró con la amplia sonrisa que tenía en su rostro. Su instinto lo llevó al boliche de siempre a tomar un trago, a invitar a algunos amigos, y sobre todo, a conseguir una buena moza de amor comprado, que le pudiera aguantar un rato. Ahora tenía con que defenderse. Partió al baño para realizar sus necesidades líquidas, se abrió el cierre del pantalón, metió la mano para sacar su herramienta... y el grito se escuchó en todo el pueblo:
-¡Por la mierda! Bengucho... me ensillaste una burra!
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